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jueves, 30 de agosto de 2018

EL CRIMEN DE LOS CHINOS (2)

Salgo del restaurante sin que me vea nadie. No se qué hacer. No se si huir. No se a quién acudir. Mei ya es historia. Han acabado con ella y de qué manera más cruel. Así sin piedad; sin remordimiento; sin titubeos; y yo lo único que he podido hacer ha sido acariciarle el pelo, ese pelo negro que redondeaba una cara de piel blanca, fina, tersa y suave. Tiene escarcha en los párpados que, a medio cerrar, dejan entrever que fue sorprendida por ellos; que no se lo esperaba ni los esperaba. ¡Pobrecita! Parecía tan frágil y tan atenta que podría haber sido una excelente persona al frente de cualquier negocio chino. Se estaba adaptando a occidente pero sabe, por familia y tradición, que la deuda de venir, la deuda de abrir, y la deuda de tu vida, es de ellos. Tan joven y nada ingenua ante la llegada de sus cuatro verdugos.

Deambulo sin rumbo por varias calles de Gandia. Primero hacia la de Alzira, luego bajo por Plus Ultra buscando la estación de tren. Allí en ese árbol grande que parte la calzada me apoyo. No se qué hacer. Llamar, alertar o marchar. Sigo andando por unas escaleras que bajan a una calle de casas iguales. Las recorro sin cruzarme con nadie. Sigo dándole vueltas a aquella fría mirada de la nevera, a aquella tez blanca de pálida mirada. No me lo quito de la cabeza. Regreso sobre mis pasos y subo de nuevo esa pequeña cuesta empinada. Veo la gasolinera y me hago el ánimo. Hay que ir, hay que cruzar, hay que pasar...


Agazapado, entre los arbustos de la gasolinera los diviso. Son ellos. Aún en la fría y oscura noche helada de un 27 de diciembre, se les reconoce. Altos, flacos, con traje, sin inmutarse y sin levantar sospechas. Yo ya los caté en mi país. Se cómo son, cómo piensan y cómo actúan. No pueden regresar sin haber cumplido el cometido. El coche está en marcha. Es un Mercedes de color negro. De él se han bajado los cuatro. Andan unos metros desde la esquina, dos delante y dos detrás, hasta el portal del 53 de Calderón de la Barca. Es ahí. Mientras dos simulan que entran al portal a llamar al fonoporta, los otros dos miran a derecha e izquierda de la calle. Está solitaria. Es de noche y hace frío. La gente se reserva para la nochevieja. No hay ganas de jaleo y las ventanas, rodeadas algunas de luces de Navidad, permanecen cerradas a cal y canto.

Segundo izquierda. Llaman. Dicen una contraseña y les abren. No lo quiero ver. No lo puedo remediar. No puedo hacer nada. Mi indefensión se apodera de mi y le doy un puñetazo a una señal que hay en la gasolinera. No es justo. No hay derecho. Se que es mi cultura, mi religión, mi... mi todo, pero no es justo. No lo es por unos minutos.... hubiera podido advertirles que venían, que llegaban, o simplemente que habían estado en el restaurante. Yo ya había estado en él. Sabía que era su sello y que venían a lo que venían... simplemente que me hubiesen dado unos minutos... tal vez todo hubiese cambiado. O tal vez no. Quizá no hoy o mañana, pero sí este año. Quizá los hubiera salvado, pero por poco tiempo. En esta comunidad donde impera la ley del silencio, todos saben dónde nos ocultamos y quiénes somos. No hay salida. Es un callejón. Por eso, no se a veces si es mejor haber llegado antes que ellos al piso para advertirlos; llegar al mismo tiempo y ver a los verdugos que ejecutarán fríamente el cobro de la muerte; o llegar esos segundos después y poder desaparecer entre la gélida noche gandiense que saborea los últimos coletazos de este 1993. Es el destino o es la suerte la que me rodea. No atisbo a saber si merezco yo vivir con esto o ser el único superviviente. No lo llego a comprender. Si actúo seré uno más de esta matanza de chinos. No serán cinco sino seis. No se hablará del quíntuple asesinato de los chinos en Gandia sino del séxtuple. ¿Vale la pena? ¿Arriesgo, salgo y subo al piso o me oculto y espero cobardemente a que el trabajo esté finiquitado? No se si puedo ayudar o canalizar ese poderío en ayudarme a mi mismo. Son mis compatriotas. Son ellos. Somos todos. No lo comprenderán y tarde o temprano, ellos u otros clanes, súbditos todos ellos el silencio amurallado que nos rodea, pondrán fin a mis días. Saben que tenemos restaurantes y locales por Cullera, en Tavernes y en Gandia. También nuestros familiares poseen diversos locales en China. Es imposible huir de ellos. Están por todas partes; en todos los países; en todos los rincones donde haya un farolillo rojo y unas letras en forma de pictogramas. Desde la dinastía Han, dos siglos antes de Cristo, que todos identificamos lo mismo.

Si me planto en el piso soy presa fácil. No me van a escuchar ni tan siquiera dejar explicarme. Ya no hay más plazos. Hay que pagar. Y han venido a cobrar. Y lo hacen....

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